martes, 19 de julio de 2011

El inventario de las naves


Alexis Iparraguirre
El inventario de las naves
Editorial Estruendomudo, Lima,
Tercera edición, 2010, 166 pág.

            Hay textos que entretienen; otros producen placer estético; algunos cuestionan. Para mí, El inventario de las naves es de los pocos que generan todo ello.
            Una lectura epidérmica lo colocaría dentro de la ruta literaria peruana que inauguró Los inocentes de Oswaldo Reynoso y ha sido continuada por los autores que fueron agrupados bajo la etiqueta de narrativa joven urbano marginal (JUM)[1]. Estos autores brotaron en la década del 90, y tuvieron como referentes extranjeros al norteamericano Charles Bukowski y a un ramillete de contemporáneos suyos[2] que escribían desde un mismo prisma, el del nihilismo. Había caído el Muro de Berlín e incluso hubo quienes, encabezados por Francis Fukuyama, señalaban el fin de la Historia. En este contexto, en el que las utopías parecieron evaporarse de súbito como una pompa de jabón, los jóvenes empezaron a relacionarse con su entorno guiados por una lógica conformista y cínica, la cual se vio reflejada en las obras de muchos de sus artistas.
            Los autores de la narrativa JUM leyeron a sus pares de otros países en un contexto en crisis: el Perú sangraba por el conflicto armado interno y la economía marcaba gravísimos números rojos. En estas circunstancias, el pensamiento de la mayoría de los jóvenes se podía resumir en el título de una canción del grupo de rock Leusemia: “No hay futuro”[3].
            Esta falta de horizontes (tanto externos como internos) daba la sensación de una aridez creativa. El grueso de escritores se dividió entre las opciones más sencillas: desasirse de la realidad y esconderse en una burbuja autista; o describir su situación inmediata sin ningún claro propósito crítico. Estos últimos fueron los JUM.
            Extrañamente, los dos autores que, a mi parecer, supieron crear una obra que recogía las tendencias de su década, pero a la vez trazaba su propio derrotero, fueron autores que practicaban el género fantástico y/o de ciencia ficción. Carlos Herrera y Enrique Prochazka, sin abandonar el cuidado del lenguaje, y persiguiendo sus propias obsesiones, escribieron libros que  problematizaban su circunstancia y la hacían objeto de reflexiones de distinta índole.
            Ya iniciado el 2000, Alexis Iparraguirre supo mirar la realidad desde la perspectiva de Herrera y Prochazka. Pero su mirada se dirigió hacia el recorrido de los JUM. Observando esta huella escribe El inventario de las naves. El resultado ha sido el siguiente: luego de leer este libro, ningún joven escritor peruano puede sumarse a los JUM sin sentir por lo menos un ligero resquemor.
                       
El barrio. Los adolescentes
Estos dos elementos podrían hacer considerar a un lector desprevenido que El inventario de las naves se inserta en la narrativa JUM. Sin embargo, el modo en que son presentados dista mucho de limitarse al mero realismo. El barrio no se ubica en un país determinado. Tan solo se conoce su cercanía al mar y su pronta desaparición. Quizá una atmósfera semejante pueda encontrarse en El fondo de las aguas[4] de Peter Elmore. En esta novela la presencia de la humedad y la neblina parece corromper no solo los objetos, sino también los escrúpulos de los personajes. No obstante, en El inventario de las naves se va más allá: el barrio se constituye poco a poco en un mundo independiente, el cual se ordena bajo sus propias reglas físicas. El sencillo grabado de las páginas finales así lo evidencia.
Los adolescentes conforman un grupo –o una collera o mancha–. Pero la mención de este vínculo generado entre ellos no tiene solo por propósito dinamizar acciones llamativas dentro de la narración. En El inventario de las naves, los fuegos apuntan hacia el mismo blanco de la tragedia griega, el debate moral. Así, la preocupación no es tanto el adolescente y su grupo, como el individuo y su colectividad. 

Lectores o intérpretes. El menos
M y Rufo, los protagonista de Al final de la calle[5] y Contra el tráfico[6], respectivamente; son lectores de escasa amplitud bibliográfica. Cuando mencionan obras y autores, las más de las veces lo hacen por esnobismo. Sin embargo, El inventario de las naves está atravesado por lectores y, sobre todo, por intérpretes. Dejo, uno de los personajes del cuento que le da título al libro, exhibe al principio una erudición asombrosa, pero luego, a medida que se van hallando nuevas pistas sobre el autor de los crímenes, se torna más bien en un intérprete de revelaciones que se entienden como mágico-religiosas. Lo mismo sucede con Tiago, personaje de La hermandad y la luna, quien intenta descifrar el contenido subyacente en las imágenes de tarot. Tiago comienza una búsqueda libresca que deriva en una interpretación de los signos que anuncian el fin de los tiempos.
Es interesante en este aspecto del libro la presencia del menos. Esta no es una droga común y corriente como las que abundan en la narrativa JUM. El menos lleva a quien lo consume a un estado extrasensorial. Sus adictos también son intérpretes de las profecías de un cercano apocalipsis.    

El huracán. Las adolescentes
La destrucción llega con el huracán. Y tras él, es difícil desvincular El inventario de las naves de Tras la virtud[7] de Alasdair Macintyre. En este ensayo, las primeras páginas plantean la posibilidad ficcional de una catástrofe que lleva al poder al movimiento político “Ningún-Saber”, el cual intenta destruir todo rastro de ciencia. Poco después se recupera la libertad, pero solo han quedado fragmentos del conocimiento humano. A partir de ello, Macintyre postula que lo mismo ha sucedido con la moral en el mundo de hoy: ha sido fragmentada. En mi opinión, este es el tema central de El inventario de las naves. Y su resolución, tal como es planteada por Macintyre, también conlleva cierto optimismo.
            En el penúltimo cuento, Orestes, el protagonista vive en un refugio luego del huracán. Su única compañía es un enano, al que, pese a su carácter difícil, ha llegado a conocer y respetar. Y, sobre todo, a querer, porque el enano lo entretiene con historias aprendidas en el circo. El final del cuento es luminoso: Diego rechaza la seducción enfermiza de Melissa y regresa donde su amigo, el enano.
En el cuento que le da final al libro, El francotirador, el protagonista encarna el tánatos. Atrapado en su furia vertiginosa, decide acabar consigo mismo del modo en el que lo hacía con los otros. La violencia siempre termina por autodestruirse: es insostenible. En medio de las ruinas, Diego y el enano pueden estar tranquilos. 

El inventario de las naves
A mis ojos, El inventario de las naves cierra el ciclo de la narrativa JUM. Como se ha podido observar, posee elementos de esa narrativa, pero va más lejos que ella: se atreve a cuestionar, a debatir, a construir. Desecha el nihilismo.

Esto ya se había visto en la realidad. Algunos teóricos sociales se sorprendieron (y tuvieron que arrojar a la basura muchas de sus hipótesis) cuando vieron que los jóvenes salieron en masa a las calles para luchar contra la dictadura fuji-montesinista a fines de los 90. Cabe subrayar que esto no solo se dio cuando la dictadura perdía vigor. Muchos universitarios (sobre todo sanmarquinos) se manifestaron dignamente luego del autogolpe de estado del año 92, y antes y después de la promulgación de la Constitución Política de 1993[8]. Cuántos juristas y políticos, que se han llenado la boca a lo largo de sus vidas defendiendo en teoría el estado de derecho, no se pronunciaron ni a través de la cátedra y hasta se vendieron al dictador. Para su vergüenza, y para la de aquellos que aún los celebran, queda en la memoria el ejemplo de estos jóvenes     
Para concluir, debo confesar lo siguiente: sé que para un grueso número de lectores Los inocentes ha sido el libro que los marcó en la adolescencia. Para ellos, mi respeto. Sin embargo, yo lo leí a los 15 años y no sentí ninguna simpatía ni por sus formas literarias ni por tu temática. He vivido hasta mis veintitantos años en el populoso distrito de Surquillo, a dos cuadras del mercado número 2. He vivido de cerca la experiencia de tener un grupo de barrio. Pero siempre he considerado que la adolescencia no puede ser entendida desde el mero realismo. La adolescencia, desde la adolescencia, se mira como un mundo alucinante, atravesado por actos mágicos y la presencia de seres monstruosos. La moral no se detiene en la piel.
Si un libro me hubiera gustado leer cuando adolescente, este es El inventario de las naves.


Julio Meza Díaz

Gracias al autor, compartimos con ustedes tres cuentos de El inventario de las naves:

[1] Entre otros, se puede señalar a Oscar Malca, Rilo, Sergio Galarza, Javier Arévalo.
[2] Entre los anglasojaones: Douglas Coupland, Bret Easton Ellis, Irvine Wesh. Entre los españoles: Ray Loriga, José Ángel Mañas y Lucía Etxebarría.
[3] Esta canción forma parte del disco A la mierda lo demás. Huasipungo Records, Lima, 1995.
[4] Lima, Peisa, 2006.
[5] Malca, Oscar. Lima, Ediciones el Santo Oficio, 1993.
[6] Rilo. Lima, Ediciones el Santo Oficio, 1997.
[7] Barcelona, Editorial Crítica, 1987.
[8] Por aquel entonces, la prensa había sido comprada por la mafia fujimontesinista (tal como ha sucedido en los últimos comicios electorales). Por otra parte, se prestaron mayor atención a las marchas de finales de los 90 porque a ellas se sumaron estudiantes de universidades privadas. Para muchos, esto resultaba insólito.

viernes, 1 de julio de 2011

Matemáticas Sentimental

Él
Matemáticas sentimental
Editorial Ínfima. Lima, 2011, 56 páginas.

“Entre los nuevos valores de la literatura peruana queremos destacar a Julio Meza Díaz[1]. Con pocos meses de diferencia, se dio a conocer en 2010 como un talentoso novelista, publicando Solo un punto, y como un poeta digno de relieve al ganar, con Matemáticas sentimental, el concurso que organizó la revista limeña Voces conmemorando diez años de fecunda labor cultural.
Según los estereotipos actuales, las matemáticas (reino de la razón rigurosa y abstracta, libre de subjetividad de las emociones y los deseos) se oponen totalmente a la expresión poética de los sentimientos. Sin embargo, desde tiempos antiguos, ha habido nexos estrechos entre el orden matemático (pitagórico-platónico) del cosmos y las pautas rítmicas de la armonía estética (especialmente, las manifestadas en la poesía y su vecina la música). Cabe citar, en las letras hispanoamericanas, poetas-matemáticos como Nicanor Parra; o textos poéticos con fórmulas matemáticas (de diversos autores vanguardistas, recientemente de Enrique Verástegui).
En lo tocante a Matemáticas sentimental, combina el ingenio (con una dosis refrescante de sarcasmo al constatar que las emociones suelen primar en un ser que se pretende “animal racional”) con la manifestación oblicua (de alusión indirecta, se diría controlada por la timidez, cuando no por el distanciamiento crítico, racional, de los enredos sentimentales que implica el “contrato social”) del corazón, proclive éste al egoísmo (“Tú lo has absorbido todo / Por tu culpa / No tienes luz / Ni mañana”, sentencia “Respuesta de Agujero Negro”). También retrata cómo gran parte de las personas no entienden las teorías científicas (brilla un texto con recursos narrativos: “Teoría de las Supersogas”)”.
Ricardo González Vigil.

“Julio Meza Díaz trata de relacionar la matemática y la poesía usando juegos de abstracciones. Las composiciones se basan en ciertos axiomas y principios matemáticos, los que son usados en la descripción de temas poéticos libres que contienen una fuerte dosis de imaginación y absurdo.

La matemática tiene en sí una estética que comparte fronteras con la belleza de la poesía. La dificultad está en cruzar estas fronteras. Creo que en este libro se ha logrado”.
Alejandro Ortiz Fernández

“El juego y la melancolía. El deseo y la imposibilidad. Julio Meza Díaz emprende en estas páginas una búsqueda de razones -o, mejor, de sinrazones- que sean mejores respuestas que el cálculo y la pretensión de exactitud que priman en muchas de nuestras indagaciones, incluso las más enraizadas en los sentimientos. Al final, quizás la imposibilidad de acceder a conceptos o la necesidad de desmontar identidades sea la mejor conclusión. Se abre, así, desde una mirada irónica  aunque  a la vez  amable,  un espacio más  amplio  en  el  que  sumergirse, sin miedo al escándalo de la imprecisión o a la evidencia de lo paradójico. Matemáticas sentimental es, pues, una invitación por atender”.
Luis Fernando Chueca

“Recogiendo el hilo de las especulaciones de Spengler, a través de la intuición y el primer acercamiento afectivo a los números que ordenan el universo, Matemáticas sentimental de Julio Meza Díaz, construye sus poemas, con ironía y sapiencia, a partir de los principios lógicos y filosóficos que indagan sobre el sentido de la vida. Agrupados en las secciones “Euclides y sus amigos” y “No-Euclides y sus amigos”, los postulados, leyes físicas y otros elementos matemáticos se tornan sensibles, introspectivos y dueños de una individualidad a los que asiste un ánimo insatisfecho, el lúdico desorden de la razón y, sobre todo, la misteriosa simetría del amor: la adición de un beso que une y multiplica dos cuerpos como una pequeña luz en las tinieblas”.
Carlos Alberto Morales Falcón


Gracias al Creative Commons, que el autor no dudó en especificar en las primeras páginas de su libro, podemos desgarcar el poemario completo desde este link:




[1] He aquí una aclaración que creo pertinente. Julio Meza Díaz y yo somos autores distintos. No obstante, él soy yo, y yo soy Él. ¿Queda clara la diferencia?

Lugares comunes

Él
Lugares comunes
Editorial Ínfima. Lima, 2011, 60 páginas.

Corría el año 2001, y yo llevaba mis primeros cursos en la facultad de Derecho de la PUCP. En ese lugar no me sentía cómodo, pues me fastidiaban la excesiva envidia académica entre los alumnos y los egos henchidos como globos de los profesores. Debido a esta atmósfera, y en procura de un instante de tranquilo silencio, en ocasiones me sumaba a las clases de Letras y Ciencias Humanas. Allí, en medio de los que posteriormente serían algunos de los narradores y poetas de la década del 2000,  conocí a un chico de ojos melancólicos y postura cabizbaja. Me había sentado a su derecha, y vi que, en lugar de prestar atención al dictado de la materia, escribía y reescribía de manera exhaustiva unos breves poemas. De inmediato, le inicié conversación. Al principio no me hizo caso, pero, ya en la rotonda, se descubrió como un conversador excesivo, de aquellos que inundan el universo con miles y miles de palabras. Entre otros detalles, me contó que pertenecía a Derecho, y que, cuando gozaba de tiempo libre, se metía a algunos cursos de la especialidad de Literatura. Esta coincidencia con mis intereses me agradó; y al poco tiempo, Él y yo nos convertimos en amigos inseparables.
            Y bueno, a modo de paréntesis, quiero que se fijen en el pronombre que he usado: Él.
            –¿Cómo te llamas? –recuerdo que le pregunté al tercer o cuarto día en que nos encontramos en el mismo aula.
            –Él –me respondió.
            –Pero ese no es un nombre.
            –Sí, lo sé –concluyó, con tono de fastidio–. Pero así me gusta que me reconozcan.
            Y nunca más volví a tocar el tema.
            Como es inevitable, los años pasaron a la velocidad de un bólido, y Él y yo terminamos convertidos en abogados, pero con ansias literarias que atravesaban en la forma de nubes albas nuestros ojos oscuros. Por mi parte, he logrado pergeñar un libro de relatos (Tres GirosMortales[1]) del cual, pese a su primera edición fallida, no me arrepiento. Con gran dificultad, he trazado luego una novela (Solo Un Punto[2]), en la  permiso, lo canibalicé literariamente hasta hacer míos sus detalles biográficos: describí sus fobias, sus relaciones de amistad y las terribles anécdotas que experimentó en su colegio, el San Agusto. Es más, todo aquello es insignificante en comparación de lo que sigue: llegué al extremo de añadir, con el propósito de enriquecer mi ficción, unos cuantos de sus primeros poemas entre mi prosa desabrida. Confieso que, si algo vale la pena en mi novela, son esos versos de melancólica belleza.
            Mostrando un irrefutable talento, Él también ha persistido en su búsqueda de una estética propia. Si bien esta es su primera publicación, doy fe de haber leído tres poemarios suyos anteriores al presente. El motivo por el cual no los sacó a la luz fue su falta de desvergüenza: no tenía el estado de ánimo necesario para soportar críticas letales a sus escritos tempranos. No obstante, animado por mis elogios a su obra, y con la seguridad del que ha acumulado experiencia en el manejo del lenguaje, Él ahora desenfunda este poemario de lúcido y desconcertante contenido.
            Sobre las piezas que componen este trabajo y el concepto general que las vincula, no diré mucho. Aunque suelo leer poesía, no me considero el más indicado para explayarse en dicho tema.  Eso  sí,  quiero señalar que algunos tópicos recurrentes en este texto me atraen sobre manera, puesto que, a mi parecer, son hitos esenciales de la literatura universal: el viaje, los límites de la palabra, el amor.
            –¿Y firmarás con el Él tu libro? –le inquirí, hace unos días atrás.
            –Claro. Ya te lo he dicho: a mí me agrada que me reconozcan como Él.
            –Bueno.
            –Más bien, quiero pedirte un favor: ¿puedes escribir unas palabras iniciales para mi poemario? ¿Quieres ser algo así como mi presentador?
–Por su puesto –le  respondí–.  Con  tal  de  que por fin me reveles tu nombre.
            –Es uno muy común –me dijo–. Y por supuesto que te lo diré.
            –¿Y cuál es?
            –Él.


Julio Meza Díaz

Gracias al Creative Commons, que el autor no dudó en especificar en las primeras páginas de su libro, podemos desgarcar el poemario completo desde este link:



[1] Editorial Casa Tomada. Lima, 2007.
[2] Editorial Mesa Redonda. Lima, 2010.